domingo, 10 de julio de 2016

Capitulo 4

ANA

Miré una vez más por la ventana, observando la tranquila ciudad de Nueva York, dudando en que algún día pudiera atravesar estos muros para hacer algo más que aprisionarme en una habitación llena de agua sagrada.
Hacía ya años desde que escuché una historia marcada en siglos de pura realidad y sufrimiento. La historia narraba como un día los muertos se levantarían y caminarían todos en la misma dirección, en busca de una verdadera paz o, si fuera necesario, en busca de una venganza por un fallecimiento injusto.
Me han leído mil y una historia acerca de como revivir a los muertos, de cómo hacer del ingenio humano, una máquina de conjuros llenos de la añoranza, del egoísmo y del miedo que estos generan tras no asumir la muerte de un ser querido.
Como siempre se había repetido en el mundo, a los muertos hay que dejarlos descansar en paz
De todos estos hechizos, uno de ellos y el más poderoso también, fue empleado en mi.

Me llamo Ana, la muerte me encontró dos meses después de que mi madre, Isabella, me diera a luz.

Cuando nací, todo era perfecto, pues para los ojos de mis padres, su hija era la humana más bella del planeta y su amor hacia mí era más fuerte que el que pudiera haber marcado cualquier historia jamás escrita.
Pero pasados dos días, notaron algo raro a la noche. Mi respiración no era normal, me ahogaba e intentaba luchar por alcanzar el aire en cada momento.Como era de esperar, corriendo y asustados como nunca, me llevaron al hospital, donde la horrible noticia les hizo llegar...su hija había nacido sin un pulmón y el otro estaba dañado.

Cada noche, cada minuto, cada segundo, rezaron por mi vida a los pies de una cama velada por los mejores perfumes de flores, flores que los mismos habitantes de Nueva York entregaron para mostrar apoyo. Rezaron y rezaron sin descanso, suplicando a todos los dioses y ángeles que me salvaran.
Pasadas dos semanas, cayó el invierno, cayó la nieve haciendo perder las cosechas, cayó el duro frío y, tal y como todas estas pequeñas cosas, cayó mi vida.

Ese año fue duro para mis padres y para los ciudadanos, pues una inocente había muerto sin que la vida le diera una oportunidad.
Mis padres cambiaron, dejaron de trabajar, de rezar, de creer en dioses y ángeles. Estaban enfadados con ellos, no habían cumplido el deber de las plegarias y entonces ya no tenía sentido seguir rezando.

Un día, como muchos otros, mi madre rendida por la desesperación y la añoranza, buscó y buscó, hasta encontrar un libro sagrado, con un sello poderoso que avisaba de todo el mal que estaba aventurando al abrirlo.
Ella, sin pensarlo si quiera, lo abrió y echó mano a uno de los hechizos más poderosos y malditos que han sido escritos.
Arrancó la hoja y corrió hasta el cementerio, llegando a mi tumba y,agotada por sus lágrimas, reunió sus últimas fuerzas para exhumar mi cadáver.
Cuando consiguió todos los objetos dictados en el hechizo, pasó a leerlo en voz alta, mientras que en el cementerio se escuchaban los gritos de los muertos y del infierno alarmados por las palabras.
Terminó de recitarlo y, para la sorpresa de sus atormentados ojos, su hija, había empezado a respirar.
Sonrió y acto seguido, me cogió y me llevó a la casa.
Sacó de mi habitación todos los muebles y la llenó de agua bendita y del frío más intenso, un frío que ni el invierno había traído.
Me metió en el cuarto y cerró con llave, saliendo de él. 

Entonces, mi madre se sentó en uno de los escalones de la entrada principal y esperó sentada a que la muerte viniera a por ella; pues el hechizo que había lanzado sobre su hija, contenía una gran maldición y tal y como esto, un sacrificio, mi vida, por la suya.


La muerte llegó y no precisamente de una forma dulce, la muerte nunca te arrebata la vida de forma dulce en un sacrificio.

Desde ese día, hasta hoy, he crecido con esa horrible maldición, pues esa pequeña condición de poder volver a la vida constaba en que el fuego sería mi mayor enemigo, un enemigo que recorría cada litro de mi asquerosa sangre.
En ocasiones, he llegado a hacerme heridas a mí misma, cuando mi desesperación es fuerte, mi cuerpo quema tan rápido...que jamás logro controlarlo.
El agua es mi única amiga y....aunque con todas mis fuerzas quisiera salir de aquí, no quería, pues me daba miedo lo que pudiera hacer poniendo un pie fuera de esta habitación.

En un momento de frustración, mis ojos se inundaron de lágrimas y del cansancio del llanto quedé dormida. Cuando desperté, la habitación se hallaba en una enorme oscuridad y el silencio más incomodo del mundo invadió mi cuerpo.
Entonces...dos ojos blancos y luminosos se acercaron a mí susurrando mi nombre.

-Ana.-Dijo una horrible voz.

Una voz tan tranquila que daba miedo.

El miedo me impedía hablar hasta que al fin alguna palabra salía por mi boca.

-Fuera de mi habitación.

-¿Quieres salir de aquí?.-Dijo otra vez esa voz.

Los ojos rondaron hacia los míos, haciendo que mi bello se erizara en segundos.

-Por favor, vete.-Dije.

Fue el primer momento en el que me noté el fuego apagado en mi interior.

-Puedo sacarte de aquí, Ana.-Su tono de voz se elevó.

Me quedé tan parada, tan fría, tan sorprendida más por sus palabras que por su presencia, que cometí el mayor error de mi vida.

-Hazlo.-Le contesté armándome de valor.

La voz río más fría que antes y algo de luz volvió a asomar en la habitación.
La siguiente imagen fue horrible, era Satanás, mirándome fijamente con esos odiosos ojos blancos y reluciendo su asquerosa sonrisa.

-Entonces solo debes de hacer una pequeña cosa.-Dijo con tono de amenaza.

Tragué toda la saliva que pude.

-Entregaras tu vida a mi, Ana.
-Lo haré.-Contesté casi sin fuerzas.

Volvió a reír aquel ente mientras con sus garras oscuras acariciaba mis mejillas, dejando una marca de ellas y, bruscamente, acerco su boca en la mía, enredando su lengua en un beso que sellaría nuestro pacto.

Entonces, un horrible portal se abrió paso y me transportó a lo que parecía ser el infierno. El viaje fue horrible y casi no podía ni abrir los ojos a la luz de aquel espeluznante sitio, pues han sido bastantes años los que he pasado entre cuatro paredes.
 Satanás ya no estaba y sin su presencia me relajé.
Alguien agarró mi brazo y mi giré para mirarlo.

-Soy Hugo, antes de nada, que sepas que has cometido el mayor error de tu vida.-Me miró con la mayor compasión del mundo  y sin creerme que no estuviera prendiendo fuego a nadie, me llevó hasta una sala, en la que más ángeles como él me estaban esperando.

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