lunes, 5 de diciembre de 2016

Capítulo 9

Estela


Reyar acarició mi pelo con sus rugosas y grandes manos, casi rozando mi nuca.
Me satisfacía cada vez que su piel entraba en contacto con la mía. Era como sentir electricidad. Sabía que podía notar una conexión con una persona, más allá de dos miradas. Cuerpo y alma eran uno y estos buscaban con ansia encontrarse con los del otro.

Dejaba que su mano siguiera acariciando mi pelo mientras bajaba por mis mejillas y mi cuello, acercando su boca a este y dejando pequeños besos.

Me miró fijamente y susurró algo en mi oído, aflojando mi cuerpo, haciendo que este se convirtiera en gelatina.

Agarré su mano y me levanté, dejando que él me llevara por todo el Olympus, hasta llegar a la habitación de Celia, donde paró en seco y se quedó mirando la puerta durante varios segundos, totalmente en silencio.

Me embelesaban sus ojos, eran dos esferas blancas que hipnotizaron mis acciones, que cautivaron mi alma y que me enamoraron por completo.

Entendí de inmediato lo que quería aquel hombre de negro tan elegante.
Entonces, sin pensarlo dos veces más, me solté de su mano y entré en aquella habitación.

Comencé a escuchar las suaves pulsaciones de su corazón. Ella dormía tan profundamente que ni mis dientes hincándose en su delicado cuello, la despertaban.
Yo no era el típico vampiro que se describía en todos los libros, ese vampiro sutil que chupaba la sangre con elegancia y se iba de rositas. Los de mi generación eran un poco más bastos, después de deleitarnos con el cuello, pasamos a otra parte del cuerpo y después a otra y así constantemente. Nuestro cerebro sufre un colapso a causa del éxtasis repentino, haciendo que el hambre aumente y devorando al cuerpo por completo, dejando a este con grandes mordeduras y totalmente exprimido.

Al terminar de darme el festín, Reyar con su dedo pulgar, retiró algunas gotas de sangre de mis labios.
Cogió mi mano y salimos de allí, dejando al cadáver tendido en el suelo.

Me llevó hasta el jardín y una vez allí, me giré para observar como las luces del Olympus se encendían y los gritos de Zeus y todos los ángeles retumbaban por todo el reino.

-¡Id a por ella! ¡Traedme su cuerpo vivo! ¡Quiero que todo mi santuario vea como lo voy destrozando lentamente tal y como hizo con mi preciosa Celia! ¡No descanséis hasta encontrarla! ¡Corred!-Exclamaba el Dios.

Reyar río mientras yo, perpleja, escuchaba todas esas voces. Mi cabeza había vuelto a la normalidad, dándome cuenta de nuevo de todo lo que acababa de ocurrir.
Él me tapó los oídos y con tan solo mirarme fijamente durante unos segundos, caí en un desmayo.

Al desvelarme, sentía un dolor de cabeza tan sumamente grande que mi vista nublada, solo podía distinguir borrosas sombras oscuras ante mí.
Cuando recobré toda la visión, once hombres vestidos de negro, entre ellos Reyar, me observaban, como si fuera la única mujer a la que hubieran conocido en sus vidas.

Recordé lo que hice en la anterior hora, pues matar a aquella pobre chica no era más que el instinto de mi hambre. Pero me daba pena.

-Os dije que seguiría viva.-Dijo uno de aquellos hombres.

Yo, anonadada, me puse de pie, vislumbrando entre ellos un gran pergamino de color dorado y rojo.

Formaron un círculo a mi alrededor a la vez que unas extrañas plantas, también doradas, brotaban del suelo y se enredaban en mis piernas.

Asustada, comencé a respirar de forma brusca, sintiendo una gran presión en mi pecho.

-Has hecho un buen trabajo, cariño.-Dijo Reyar, con su encanto de siempre.-No debes de hacer nada más, solo recogerte en nuestro pergamino sagrado y esperar a que llegue el gran día para batirte en duelo contra los ángeles.

-No entiendo lo que está ocurriendo.-Dije, asustada.

-Cuando pasen unos cuantos años, quizá siglos, tú y varias personas más, cambiaréis el mundo y pasará a ser completamente distinto a como todos lo conocemos.-Dijo él. 

-¿Por qué?.-Pregunté mientras las ramas seguían deslizándose por todo mi cuerpo.

-Once personas seréis, las que escritas en este libro sagrado estaréis.-Dijeron todos aquellos hombres al unísono.

Mientras que yo seguía rodeada y amordazada,  me explicaron varias historias, entre ellas y la más importante, la de estos once hombres.
Siete de ellos se hacían llamar "Los pecados Capitales" y los otros cuatro "Los jinetes"
Todos tenían un papel un tanto especial y formaban parte de un proceso escalofriante.

Un encuentro con alguno de los cuatro jinetes, era un aviso de que el Apocalipsis estaría a punto de llegar. Cada uno de ellos representaba un suceso catastrófico que ocurriría en el fin del mundo.
El primer jinete representaba la guerra.
El segundo, representaba el hambre.
El tercero la muerte.
Y el último de ellos, la peste.

Por otro lado, un encuentro con alguno de los siete pecados capitales, era una clara alerta de cuidado, ya que eran vicios a los que se sometían los humanos y no tan humanos y que hacían, aunque no fuera lo elegido, que sus acciones se conviertan en lo injusto e inmoral. 

Los pecados eran la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la pereza.

En los encuentros, transformaban a sus víctimas en el propio pecado mediante diversos juegos mentales, pues era imposible no caer en las redes de estos siete hombres, fueran cuáles fueran sus cometidos. Casi  siempre solían buscar la muerte y, gustara o no, las víctimas acababan matando por ellos, inconscientemente.

Cada uno de los pecados suelen visitar a una persona, después de ellos, llegan los jinetes y, finalmente, el apocalipsis.

Yo, tan idiota y tan simple como siempre, ya había sido víctima de uno de estos once hombres, sin darme cuenta.

-Reyar, tú eres la lujuria.-Dije.

Él afirmó.

Suspiré profundamente.

-Has ayudado a adelantar el apocalipsis.-Dijo uno de los jinetes.

-¿Os parece bien el haberme ayudado a colaborar con la destrucción del mundo?

Reyar se acercó a mí, con su mano puesta en el pergamino, haciendo una pequeña marca de su huella en este.
Me miró unos minutos y después, soltó las ramas, liberando a mi cuerpo de aquella tortura.

-Ahora debes marcar el pergamino, Estela.-Dijo.

Negué con la cabeza y di un paso atrás.

-No quiero alistarme en vuestro ejercito.

-Está escrito en libros tan sagrados como este pergamino, que el apocalipsis llegará inevitablemente y que el mundo morirá para que otro mejor vuelva a nacer.-Dijo Yen, el pecado de la avaricia.-Con lo cual, es de prometer que en el siguiente mundo, tú saldrás mejor beneficiada que en este.

-¿De verdad?.-Pregunté.

-De verdad.

Sin pensarlo más, acepté.

Me mostraron dos pergaminos más, uno de ellos se cerró automáticamente al posarse en mis manos, enterrando en ellos como en una nube negra, a todos aquellos hombres que me habían acompañado.

Mi nombre apareció en el primer pergamino mientras que en el segundo, se leía el nombre de Reyar, el hombre del que había sido víctima.

Los cuatro jinetes más los siete pecados capitales, habían desaparecido, dejándome sola y sin saber cómo haría para moverme por el mundo de los vivos, teniendo en cuenta que un supuesto Dios, andaba por ahí, dándome caza.

Me hicieron dudar en si los volvería a ver, me hicieron dudar en por qué yo fui la elegida y por qué tuve que matar a aquel ángel.

Las cosas no hicieron más que empeorar; mi hermana desaparecida, ángeles cabreados buscándome y yo jugando a ser una de las futuras guerreras del fin del mundo.

Sin saber con exactitud dónde me hallaba, cogí una pulsera negra que había en el suelo, al lado de ella, una nota distinguía las siguientes palabras.

La lujuria te ha visitado y escrito está en tus ojos, encaja esta pulsera en tu piel, nota su tacto, pues aquel pecado del que fuiste víctima, te ha dotado de su poder.
Claro está, si claro ves, que con esta pulsera siempre sabrás lo que debes de hacer.

Me la puse en la muñeca y cierto fue aquel cosquilleó que recorrió mi cuerpo, haciéndome sentir distinta a como antes me sentía, más llena de fuerza, de inteligencia, de energía y de coraje.

En el reflejo de unos cristales rotos, que se encontraban alrededor de una papelera de la calle, pude contemplar como en mi ojo derecho se había dibujado un símbolo en un tono blanco.

Una cruz.