domingo, 10 de julio de 2016

Capítulo 3

CELIA

No quise saber nada de los dioses desde que iba en pañales por mi casa, no quise saber nada del infierno ni del cielo...pero todo eso acabó cuando vi tallado mi destino por las palabras de mi madre.

Desde hacía años que las criaturas dotadas de mil y una virtudes, existimos. Hacía años que el cielo y el infierno se encontraba en una guerra peor que aquella en la que la gente perdía la vida en campos de batalla, o en manos de dictadores sin sangre, sin coraje ni valentía.
Nos encontramos en una guerra que tan solo unos pocos tenemos la suerte o, la desgracia de ver. Aquí las personas no mueren, pues todas están ya muertas.
No hay una parte buena para nadie, las criaturas como yo debemos intentar librar a los humanos de las garras de aquellas entes infernales a las cuales no pueden ver; pues, desde hace muchos siglos, incluso antes de que la Tierra se formara, ya había otro planeta, situado en un lugar remoto del espacio, que era muy parecido al nuestro, donde todos los fantasmas que la gente humana ve por las noches, son demonios que avisan de los acontecimientos de esta guerra fría.
Aquel planeta murió, consumido por las cenizas de una batalla ganada por la parte más oscura.
Las personas dicen que el demonio solo está en sus cabezas, que es una leyenda marcada por años de locura sembrada.

Aquellos y aquellas que se burlan de la muerte, cuando son alcanzados por esta, nunca descansan en paz, yo lo sé, yo los he visto y a algunos he salvado, pero a otros no.

Me encontraba en un punto crítico de mi asqueroso trabajo, tan crítico como el deber de matar a la sangre de mi sangre, a mi hermano, por el simple hecho de tener otro color de alas. Más crítico aún porque aquellos malnacidos que habitan en el infiero estaban decidiendo que esta guerra iba a ir más allá, que los demonios se transformarían en humanos y se esconderían entre ellos, para buscar el momento preciso y causar la destrucción sin temor a ser vistos.

-Entonces Dios, dime qué debo de hacer.-Dije levantándome del banco y mirando hacia su estatua.

En la Iglesia me sentía bien, no me interesaba nada, nada excepto su silencio puro y que podías hablar a una estatua sobre la guerra y los planetas sin parecer estar loca.
Por otra parte, este es el único lugar al que acudo cuando tengo miedo, cuando necesito rezar, cuando sé que ya no me queda otra cosa por hacer, porque sí, estaba asustada.

 A punto de salir de la iglesia porque sabía que mis plegarias no llegarían a nadie, un relincheo hizo que pusiera un pie en la calle.

Pocornio estaba allí, tan pequeño y tan inocente...mi precioso unicornio y mi precioso poni, era una unión de dos hermosas criaturas. Pocornio me eligió a mi, como cada pocornio elige a su ángel.

-Pocornio, ¡Ven aquí!.-Grité.
El abrió su enorme dentadura y relinchó, lo que parecía que se estaba riendo de mi. Pues me correteaba por la calle.

Algo lo hizo parar, algo proveniente de más allá del cielo.
Agarré su lomo y miré directamente a su ojos.

-Llévame hasta él, precioso.-Dije montándome encima suya.

Cabalgó a toda prisa, pasando por encima de las nubes y hasta llegar a la ciudad del Olimpo, aquella ciudad que solo era una leyenda pero que existe de verdad.


Cuando llegamos, me bajé de su lomo y miré la ciudad. Até a Pocornio y este me miró triste.
-Volveré, cielo.
Las puertas del Olympus se abrieron para mí y entré, dirigiéndome a la cámara de los mayores.
En el pasillo, blanco y celestial, cerré los ojos, acordándome del último asalto, donde estas paredes celestiales quedaron bañadas del rojo más intenso jamás visto.
Cuando llegué a la cámara, la sensación de tranquilidad, de estar en casa, me invadió.

-Celia, ángel mío.
-Zeus.-Dije.

Zeus, no hace falta hablar de él, todos lo conocemos, es uno de los Dioses de la cámara, Dios del tiempo, de los rayos, del cielo. Era mi querido Zeus.



-Hacía tiempo que no venías, veo que cada día eres más bella.-Dijo, con una voz profunda.
-Zeus, mi Pocornio ha sentido vuestra llamada, ¿Qué está pasando?-Asustada.

Cogió mi mano y me llevó en un suave paseo por los balcones de la cámara.

-Querida.-Acarició mi mejilla.-Nos estamos enfrentando a algo que nunca había visto antes y necesitamos prepararos como verdaderos guerreros.
-Pero...se supone que los ángeles no luchamos Zeus, los ángeles defendemos.

Asintió, duro como una roca.

-Y así es, mi ángel. Vais a defender por los humanos y por nuestro Olympus, pero para ello debéis luchar, luchar para no caer.-Dijo y acercó mi mano hacia una de sus cicatrices.

La acaricié lentamente, viendo en ella años de batallas.
Después, decidida, lo miré a él.

-¿Qué debo hacer, mi Dios?
Sonrió.
-Tienes que parar a tu hermano, quiere traer al mundo de los humanos uno de los demonios más peligrosos jamás vistos, para quedarse con sus almas y así agrandar el ejercito del Diablo.

Di un paso atrás y me quedé estupefacta.

-¿Y cómo quieres que lo pare?.-Dije preocupada.
 Agarró mis mejillas.
-Querida mía...sé que es tu hermano y lo quieres, pero este es su destino y el tuyo, debéis pelear entre los dos, para mantener vuestras tierras a salvo.-Cayó un momento invadiendo en sus ojos azules un tono de preocupación.-Solo puede quedar uno y por ello debemos prepararte como a la gran guerrera que eres.

Lo miré muy fríamente sin creer en sus palabras aún sabiendo que eran ciertas y salí de allí a los jardines exteriores, desesperada y tratando de pensar.
Miré al exterior, eran tan precioso estar en las nubes y contemplar el mundo desde los ojos de los Dioses que me costaba creer que pudieran llegar a tener tales pensamientos de guerra.

Si luchar era la solución para acabar con esto, entonces lo haría, pero, ¿Cómo? ¿Cómo le plantaría cara a mi hermano?
Estaba perdida, sólo me quedaba volver a rezar y así lo hice, ton todas mis fuerzas y esperando a que alguien o algo pudiera ayudarme.
Entonces, bajo mis piernas se creó un circulo blanco, seguido de un gran resplandor, que hizo levitar mi cuerpo e hizo transportarlo hacia un claro y hermoso jardín.

Era tan bello el lugar, que no cabía miedo en mi cuerpo, miré a todas partes, esperando a que algo ocurriera y, de repente, posó su mano en mi hombro, tan suave y tan tranquila.

-He escuchado tus plegarias.
-Eres Dios, ¿Verdad?.-Pregunté, mirando con alegría sus ojos.
-Soy parecido a él, pero no.

Me decepcioné y dí un paso atrás.
-Entonces...¿Quien eres?
-Era muy amigo de Dios y, siguiendo sus pasos, he venido a ayudarte.-Dijo extendiendo su mano para estrecharla con la mía.

Me quedé mirándole, como si estuviera mirando al ser más puro del mundo.
-¿Cómo te llamas?
-Soy Castiel y soy un ángel, un ángel desterrado.



Algo realmente esplendoroso despertó en mí en aquel momento.

Sin pensarlo, estreché su mano.
Él hizo muestra de una pequeña sonrisa y me hizo volver al Olympus.

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